Columna: Indicador Político / Carlos Ramírez carlosramirezh@elindependiente.com.mx
Desde la decisión del presidente Miguel de la Madrid Hurtado en 1983 de incorporar a la seguridad nacional en el Plan Nacional de Desarrollo que definía el funcionamiento del Estado, la inseguridad pública anda a tontas y locas para saber en qué cajón institucional se debe de colocar.
La crisis en la Dirección Federal de Seguridad en 1985 cuando se reveló que la policía política del Estado controlaba a la delincuencia y sobre todo a los nacientes grupos de narcotraficantes que derivarían en el cartel simiente de Guadalajara de Miguel Ángel Félix Gallardo, la política de seguridad del Estado no ha representado un proyecto programático para enfrentar uno de los desafíos más graves a la estabilidad y la gobernabilidad interior –similar al de los salteadores de caminos en la época de Benito Juárez,– sino que se ha movido en el territorio de las justificaciones.
La crisis de seguridad provocada por el crimen de poder y quizá hasta político del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, viene desde ese año de 1985 en el que la presión de Estados Unidos por el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena Salazar provocó audiencias públicas en el Congreso americano que tambalearon al Gobierno de Miguel de la Madrid por las denuncias de complicidades gobierno-delincuentes.
La respuesta gubernamental fue la reorganización del área de seguridad política del Estado pero no para resolver el problema, sino para reconcentrar el área de inteligencia en el Ejecutivo: la Federal de Seguridad que estaba bajo el control directo del secretario de Gobernación, Manuel Bartlett Díaz, se disolvió y sus restos configuraron la Dirección de Investigación y Seguridad Nacional y después se autonomizaron en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN) que hoy es Centro nacional de Inteligencia (CNI).
El punto clave de la crisis de seguridad es fácil de exponer: los cárteles del narcotráfico y las bandas del crimen organizado no nacieron de la pobreza social, sino que fueron producto de la alianza estratégica entre los delincuentes y las autoridades encargadas de controlarlos. La justificación ha sido muy al estilo PRI: a los enemigos mantenerlos más cerca que los amigos. Pero ocurrió que ese control pasó a la subordinación del área de seguridad civil interior del Estado a los intereses y poderes económicos de los delincuentes.
Ahí está el nudo histórico de la crisis de seguridad. Seguir insistiendo en las causas sociales ayuda de alguna manera a seguir atendiendo la añeja y creciente deuda social del Estado con los sectores más pobres de ciudades y campo, pero no tiene absolutamente ninguna influencia en la intención de desmantelar o –para usar la frase feliz del presidente Donald Trump– “desaparecer a los cárteles de la faz de la tierra». Los programas sociales pagan menos que el trabajo juvenil y femenil en el narcotráfico.
Este análisis estratégico lo tuvo en sus manos el presidente Felipe Calderón Hinojosa al tomar posesión de su gobierno y sobre todo a partir de los reportes muy precisos del entonces gobernador perredista de Michoacán, Lázaro Cárdenas Batel, pero la decisión del Ejecutivo fue parcial: lanzar una campaña en modo de guerra contra las figuras dirigentes del narco, pero sin romper la dependencia narcos funcionarios, políticos y sociales y sin atacar con toda la fuerza del Estado a la estructura operativa de los cárteles y bandas que ya estaban incrustados en la sociedad, en el aparato del Estado y en el sistema político.
Por ello, las dos grandes fases de luchas contra la inseguridad –de 1983 como asunto de seguridad nacional y la guerra 2006-2018– tuvieron un éxito a medias porque lograron extraordinarios decomisos y el arresto o muerte de capos muy reconocidos, pero las estructuras operativas del crimen organizado se presentaron como hidras de mil cabezas.
El presidente de López Obrador instituyó la estrategia de “abrazos, no balazos” bajo la argumentación de Estado de que al día siguiente de su toma de posición los narcos abandonarían los delitos y se pondrán a trabajar la tierra, pero lo que ocurrió fue exactamente lo contrario: los cárteles y bandas se fortalecieron, se trasminaron en las estructuras estatales y federales del Estado y aumentaron las complicidades con los funcionarios.
Hoy narcos y delincuentes son, en muchas partes del país parte del sistema/régimen/Estado y nueve estructuras delictivas mexicanas –según la DEA– operan en 47 de los 50 estados de la Unión americana como crimen organizado transnacional.
Así que cárteles y bandas existen por la complicidad institucional y no por la pobreza.
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Política para dummies: la política es el eje dominante de la seguridad política del Estado.
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